La cocina tecnoemocional. ¿Qué es?

Por Javi Antoja

Las preguntas 
Los tecnoemocionales, la tecnoemoción, lo tecnoemocionante. Al fin, la cocina tecnoemocional.
¿Puede existir un movimiento de cocina sin nombre? Sin duda: son, están, y apabullan. Extraordinariamente visibles, apoteósicos, referenciales, la vanguardia de la cocina mundial. Pero, ¿se llaman de algún modo, aceptan algún apelativo, contraseña, inscripción, rótulo o neón? No, de momento. ¿Y es necesario? Al menos, recomendable para facilitar la identificación, la comprensión y la dimensión histórica.
¿Y qué es lo peculiar, lo característico de estos chefs? ¿Bajo qué bandera o mantel de lino se les identifica?

Las respuestas 
Bajo la bandera pacífica y envolvente de la tecnología y la técnica, ambas palabras procedentes de la misma raíz griega, teknikós. Existe una tecnología estrictamente culinaria desde la hoguera –y aún antes, con los cuchillos de sílex–, aunque fue en los últimos años del siglo XX cuando comenzó la histeria tecnicista. Rotaval, Gastrovac, Roner, encapsuladora, liofilizadora, viscosímetro, cromatógrafo, instrumental para el nitrógeno líquido. Las máquinas, y sus técnicas. Pero nada de eso tiene sentido sin… …la emoción. Por si hay un malentendido se intentará aclarar: lo auténticamente revolucionario no es la máquina sino el sentimiento. Lo novedoso y representativo del siglo XXI es la sensibilidad. Lo saben los publicistas, los sociólogos, los narradores y los redactores de libros de autoayuda. Los artefactos están al servicio de la emoción. Lo valioso es sentir, reír, llorar, estremecerse con el plato.

Y los cocineros 
¿Quiénes son tecnoemocionales? Todos aquellos que crean que lo importante son los sentimientos y que no renuncian a ninguna técnica ni tecnología para llegar a ellos, jóvenes y veteranos, renovadores y discípulos, descubridores y beneficiarios del descubrimiento. El conocimiento se comparte en red. ¿Por qué rehusar a la investigación si con ella facilitamos la ventilación de la mente y el cuerpo? En cabeza del movimiento, por supuesto, Ferran Adrià, impulsor, padrino, espejo. Y en lo más alto de la pirámide, cuya base se ensancha cada vez más, Joan Roca, Carme Ruscalleda, Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Andoni Luis Aduriz, Quique Dacosta, Dani García, José Andrés, Tetsuya Wakuda, Heston Blumenthal, Thierry Marx, Jacques Decoret, Grant Achatz, Wylie Dufresne, Carlo Cracco, Massimiliano Alajmo, Enrico Crippa, Paolo Lopriore, Seiji Yamamoto… Una conspiración mundial. Hacia la emoción, y más allá, con la ayuda de la técnica y la tecnología. Sentir, al fin, el cosquilleo que sube por la espalda y, como una mano, acaricia el pelo. Espuma de agua de mar. Nada más simple. Nada más complejo. Nada más hermoso. ¿La receta? Mar, sifón, sensibilidad.

Pero, ¿cuál es la palabra?
Si sumamos los apartados anteriores es posible formular una ecuación, entre matemática y lingüística: tecnología/técnica + emoción/emocional = tecnoemoción/tecnoemocional. El neologismo no es un capricho sino que describe exactamente en qué minuto del siglo XXI estamos. No habla del pasado ni del porvenir. Ni de nuevo ni de nouvelle, palabras que, al segundo de frotadas y enceradas, vuelven a estar cubiertas de polvo. Lo nuevo envejece muy rápido. Puede que mañana los chefs, ante la extinción del producto y la segunda muerte de los dinosaurios, deban cocinar con latas y el lema que los impulse sea la cocina latosa o latal. Buscaremos entonces un nombre adecuado y concreto. Si bien hoy, ahora y aquí lo que anhelamos es que la cocina nos conmueva, comunique, remueva los posos de la vieja memoria o deposite los sedimentos de la futura. Y para alcanzar esa meta mental pero también física (el cerebro acalambra el cuerpo, hace brotar el lacrimal o eriza la piel), los cocineros deben tener el derecho de recurrir a la armería. Sin embargo se les pide lo mismo que a los novelistas: que en las narraciones no se vea la prestidigitación, el truco, los andamiajes, el manierismo. Disimular el fluir del mercurio, denso y brillante, aparatoso. Son exasperantes el escritor y el cocinero que a cada minuto quieren demostrar el charol de su arte y la frase, insidiosa y firme: “Mira qué bueno que soy, mira qué sé hacer”. Por naturaleza semántica, la sorpresa sólo lo es si no se anuncia. Lo demás, farsa, inoperancia y complejo. Un plato que explica lo tecnoemocional con eficacia: el caviar de melón (elBulli, 2003). El melón-melón es un producto extraordinario. Sobremesas de verano a la sombra de un emparrado. Mientras el sol contagia los alrededores con fiebre amarilla y saltan chispas del suelo, nosotros estamos a salvo con el blanco del melón, agua y frescor. ¿Cuál es la sorpresa de la fruta? La única: que salga buena, que se aleje todo lo posible del desconcertante parentesco con el pepino. Hemos comido en casa toneladas de melones. Comemos en casa toneladas de melones. Comeremos en casa toneladas de melones.
Entonces, ¿qué sentido tiene servirlo en el restaurante gastronómico? Ninguno. Desidia y rutina. En cambio, el caviar de melón… Juego, humor, ligereza. Lo inesperado. Abrir la caja mágica del caviar, que es y no es, ver las bolitas refulgentes y apretadas, reflejos de verdes y amarillos, tomar esas perlas y sentir, plof, el derrame en la boca. ¿Cuál es el artificio? ¿El uso de un alginato sódico y sales de calcio para formar las bolitas? El alginato sódico es un derivado de las algas pardas. Las sales de calcio se extraen de lácteos y productos minerales. No parece demasiado artificial. Vencidos los prejuicios, ¿qué nos queda? La emoción. La emoción. Comer el melón como nunca lo habíamos comido antes. El gusto inalterado, la forma modificada, la fruta reinventada. Hay un millón de ocasiones en las que el tomar el melón-melón y muy pocas el caviar. Seamos capaces de disfrutar del momento subrayado en rojo. El debate ciencia-no ciencia es bobo. En cualquier disciplina se aplaude que los ejecutantes adquieran el mayor números de conocimientos, excepto en la cocina en la que hay una corriente que defiende el chef lerdo y atrasado, probablemente porque de ese modo es manipulable. Tal vez todos esos teóricos de pacotilla que defienden (sólo) el lento cocinar de los pucheros en la lumbre deberían defender el lento transitar de los trenes de vapor, el lento titilar de las farolas de gas y el lento escribir con el tintero y la pluma de ganso. Ya todo es ciencia y literatura. Comprender los mecanismos del mundo es un deber y los chefs no son ajenos a ello. Ciencia, sí, y más: historia, sociología, antropología, matemáticas, poesía… Por supuesto, la interdisciplina.

El debate es otro, más comprometido: la buena cocina. En lugar de atacar la evolución, en tanto que novedad, sometida a las leyes rigoristas del mercado, los involucionistas, seguramente buenos creyentes, deberían predicar la regeneración de la cocina popular. Sermonean, como profetas en la leprosería, el fin del mundo gastronómico. Puede que haya algunas decenas de malos caviares de melón pero es que hay ¡millones! de croquetas nauseabundas, tortillas estrelladas, cocidos de marea negra y macarrones desmacarronizados. He ahí el auténtico problema. No he escuchado jamás a un maestro de la vanguardia cargar contra la tradición. Al contrario, se sienten arraigados a ella y plantean su cocina desde la transformación y el progreso de lo conocido. En cambio, el ataque permanente, injurioso y resentido de los otros… Sí al (buen) melón y sí al (buen) caviar de melón. Cada momento genera un deseo. El “mar” de Ferran Adrià. La “ostra con tierra” de Joan Roca. El “canelón al revés” de Carme Ruscalleda. El “celofán de ostras templadas” de Juan Mari Arzak. El “chipirón de anzuelo en arena de colores” de Pedro Subijana. Las “patatas cocidas en arcilla gris” de Andoni Luis Aduriz. La “gallina de los huevos de oro” de Quique Dacosta. La “nitropipirrana” de Dani García. El “caviar de calabacín” de José Andrés. El “confit de trucha oceánica de Tasmania con ensalada de hinojo” de Tetsuya Wakuda. El “nitrohelado de huevos revueltos con bacon ahumado” de Heston Blumenthal. La “lubina edad de piedra” de Thierry Marx. La “barbacoa imaginaria” de Jacques Decoret. La “langosta inflada condimentada con polen” de Grant Achatz. La “lengua de ternera en escabeche y mayonesa frita” de Wylie Dufresne. El “cuaderno de pescado” de Carlo Cracco. El “capuchino de sepia al nero” de Massimiliano Alajmo. Las “nabizas, amaranto, almejas y limón” de Enrico Crippa. El “áspic de boquerones en escabeche” de Paolo Lopriore. Los “minifideos de piel de leche de soja con aleta de tiburón y aire de lima” de Seiji Yamamoto…

Cocina Tecnoemocional. La definición.
Tecnoemocional: Movimiento culinario mundial de principios del siglo XXI, cuyo principal representante es el cocinero Ferran Adrià. Está formado por cocineros de distinta edad y tradición. El objetivo de sus platos es crear emoción en el comensal y para ello se valen de nuevas técnicas y tecnologías, siendo ellos los descubridores o simplemente los intérpretes, recurriendo a sistemas y conceptos desarrollados por otros. No plantean ningún enfrentamiento con la tradición –puesto que muchos de los platos son evolutivos– sino, al contrario, muestran deuda y respeto por ella. Han iniciado un diálogo con los científicos, pero también con artistas plásticos, novelistas, poetas, periodistas, historiadores, antropólogos…

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